domingo, 23 de mayo de 2010

Hipercomplejidad Argentina. Una aproximación al debate sobre la construcción de la identidad nacional


En pleno festejo por el Bicentenario y a semanas del inicio del Mundial, a los argentinos parece hinchárseles el pecho. Pero como suele ocurrir en los momentos de pasión nacional, se deja en un segundo plano la indagación crítica sobre el “nosotros”.


Este blog se suma a los festejos del 25, se pone la celeste y blanca y banca al “10”, pero también se anima a tener una visión compleja sobre nuestra identidad.


Por eso, a continuación podrán someterse a un autoanálisis sobre su propia argentinidad a través de varios artículos periodísticos multimedia que buscan problematizar un debate abierto y polémico, como cotidiano y profundo: el ser argentinos. Podrán recorrer los diversos artículos posteados como ustedes lo deseen. De arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba. De atrás para adelante, de adelante para atrás. Cual tejido, todos los caminos se multiplican pero se unifican. Cual identidad, todos los argentinos nos diferenciamos pero nos parecemos. ¡Argentinos, al diván!


El argentino frente al espejo: ¿reflejo o distorsión?

El estadio del espejo

Civilización o Barbarie

Imito luego existo

En busca de un nuevo paradigma que religue la identidad nacional

La historia la ganan los que la escriben


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jueves, 20 de mayo de 2010

El argentino frente al espejo: ¿reflejo o distorsión?

Enfrentarse al espejo es tarea nada fácil. Algunos eligen no mirarse nunca y andar por la vida creyendo lo que los demás le dicen que son. Otros optan por mecanismos más sofisticados de mirarse sin mirarse: culpan al espejo de distorsionador por la imagen de lo que creen que no son, o ven lo que ven, pero siguen aceptando lo que no ven pero creen. La tarea nada fácil se vuelve crítica cuando enfrente de ese espejo hay millones que prefieren seguir creyendo que son lo que nunca fueron, en vez de asumir de una vez por todas lo que son…¡Argentinos, a las cosas, a las cosas!

Un espejo refleja una imagen, pero toda imagen es una construcción. Y vaya si nuestro país sabe de espejos y de imágenes. Nuestra identidad nacional fue erigida durante gran parte de sus 200 años de historia oficial – ¡Argentina y habitantes había hace rato!- sobre la base de imaginarios, que se presentaron como reflejo de ese gran espejo, Europa, y que aún hoy poseen una legitimidad asombrosa porque calaron hondo en la subjetividad colectiva.

En estos dos siglos las antinomias guiaron nuestra constitución como Nación, fogoneadas por un sector de la intelectualidad nacional que siempre eligió el espejo del Viejo Mundo para imitar un modelo que presuntamente nos llevaría a forjar un país serio. Con tal fin, crearon varias ficciones que, al menos, nos harían creer grandes.

La nación argentina se encuentra cimentada sobre varias de estas ficciones. Una de las que más influyó en la constitución del imaginario colectivo fue la idea de la existencia de un destino manifiesto plagado de grandeza, y acompañándola y en filita, las creencias que persisten como dogmas, aunque débiles ante una mínima prueba: “Tenemos los cuatro climas”; “Nuestra tierra es bendita”; “En Argentina tirás una semilla al piso y crece una planta”; “Acá nadie se muere de hambre”.

Estas reflexiones las escuchamos decir por años a nuestras familias y también seguramente las repetimos, hasta que las diversas crisis mostraron que en el “granero del mundo” hay mucha hambre. Y “hasta que” se transforma en “sin embargo”, porque estas presuntas verdades siguen resonando una y otra vez a pesar de que una y otra vez son refutadas.

La realidad opacó esa imagen de esplendor que construimos. Resulta tristemente célebre una frase que fue plasmada en la Ciudad de Buenos Aires durante la crisis de diciembre de 2001, que reza: “No somos nada, queremos serlo todo”.

Este graffiti, escrito paradójicamente sobre la base del Monumento al Quijote, nos despabila con la violencia de “un cross a la mandíbula (1)” del gran sueño de grandeza.


(1) Arlt, Roberto. Prólogo del libro Los lanzallamas, Editorial Losada, Buenos Aires, 1977.

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El estadío del espejo


"Buenos Aires no existe. No es más que una gran población provinciana con gente muy rica sin pizca de gusto, que todo lo compra en Europa, hasta las piedras de sus casas. No hay nada hecho aquí."

(Carta de Marcel Duchamp a Ettie Sttettheimar, 1918).






Duro, pero real: Argentina siempre quiso imitar a Europa. Ya era evidente para un extranjero que visitaba nuestro país a comienzos del Siglo XX que la rica cultura originaria era negada en el intento de copiar al Viejo Continente, a pesar de las diferencias históricas y la imposibilidad – ¡gracias a Dios!- de ese experimento.


Esto hace que la Argentina sea un caso paradigmático, dado que no fue erigida desde su imagen-reflejo, la realidad Latinoamericana, sino que se construyó desde su imagen-distorsión, Europa. Este proceso imitativo fue determinante en la construcción de nuestra identidad nacional.



Si bien todas las identidades surgen de una relación de oposición: un “yo” o un “nosotros” que nos diferencia y separa de un “él” o un “ellos”, consideramos que en el caso argentino la excesiva y dependiente mirada a esa alteridad lo convierte en un proceso casi patológico.


En la conformación del ser nacional existió un estadío del espejo, si se nos permite utilizar el concepto instituido por el psicoanalista Jacques Lacan para estudiar la constitución de la identidad propia. Lacan sostiene que tal concepto da lugar a “Lo imaginario”, para referirse al registro en el que tiene lugar la identificación, y señala que la conformación de la persona va a construirse a partir de una imagen externa. Esto implica que la identidad “nos es dada” desde afuera, por “otro”.


La relación con esa alteridad siempre fui problemática para “nosotros” y los caminos buscados para resolverla condujeron básicamente a dos mecanismos: la idealización o la negación.


Ya lo dijimos, Europa fue para la Argentina su faro, pero aún hoy la idealización de lo europeo es tal que se cuela en nuestras valoraciones y juicios. Festejamos exageradamente cuando un argentino triunfa en el exterior y seguimos admirando las “pruebas” de civilidad y superioridad cultural que ellos poseen en desmedro de nuestra mentada visceralidad.


De hecho, el filósofo español José Ortega y Gasset en su agudo ensayo El hombre a la defensiva(1) que le valió censuras y reprobaciones de quienes prefieren hacer oídos sordos y seguir como si, señaló que el argentino está a la defensiva, porque vive preocupado sólo "en impedirse a sí mismo vivir con autenticidad". Obsesionado por fabricar modelos que poco tienen que ver con él y su circunstancia, incómodo y con un complejo de inferioridad por la incompatibilidad entre su realidad y su ideal, “el argentino no se instala en sí mismo sino que vive en perpetua deserción de sí. Se traslada a vivir al personaje que imagina ser…”.


Esta señal de alarma se transforma en llamado a la acción en 1937, cuando Ortega y Gasset presenta en la Argentina "Meditación del pueblo joven", y nos invoca:


"Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal".


Pero lo que sí sabe hacer el argentino es elegir a su “otro” indeseable. El lugar de la desacreditación, la humillación, y finalmente, la marginación, fueron aplicadas a aquel otro, que es parte del nosotros, pero que se prefirió negarlo, porque nada tenía que ver con el supuesto buen gusto y la cultura elevada europea.


Negros, zambos, aborígenes, pobres, cabecitas negras, bolitas. Da lo mismo. Fueron todos, parafraseando a Edgar Morin, víctimas de aquella segunda conciencia que hace que separemos a los “verdaderos hombres” (nosotros) de los otros (ellos), los no hombres.


Al respecto, en La Unidualidad del hombre(2), Morin señala: “En las sociedades históricas, los pueblos extranjeros fueron considerados, no como enteramente humanos, sino como humanos inacabados, insuficientes, bárbaros... Los conflictos entre naciones, grupos, individuos nos muestran que muy rápidamente el otro, el enemigo, se convierte en un «perro». Los epítetos de «rata», «víbora», «cochinilla», «bestia inmunda», las reducciones despreciativas e insultantes que identifican al otro con el animal e incluso con la materia excrementicia nos revelan que la expulsión del hombre fuera de la humanidad está estrechamente ligada a todo fenómeno de enemistad, de conflicto, de desprecio”.


Siguiendo la analogía espectral, creemos que en el caso latinoamericano nuestra relación con los espejos viene desde muy lejos. En un principio los “espejitos” eran de “colores”, y luego nos fueron "encandilando" de tal forma que creamos un "espectro" sobre nuestra propia historia que llegó a ser naturalizada.


Una de las formas de cristalizar estos imaginarios fue a través del lenguaje. Este hecho ya fue advertido por el mismo Lacan, quien estableció que el sujeto aprende quién es (o el sujeto es) a partir de lo que otros dicen.


Al respecto, el antropólogo Eduardo Urbano se refiere a un fragmento de la obra La Tempestad(3), de William Shakespeare, en el cual el esclavo Calibán maldice a su dominador, Próspero, por haberle enseñado su lengua y con ella, haber dictado su sentencia de muerte:


“Me enseñaste el lenguaje, y de ello obtengo el saber maldecir. ¡La Roja plaga caiga en ti, por habérmelo enseñado!”.


Nuestros conquistadores nos dieron un lenguaje y una forma de pensarnos: esta determinación simbólica enraizó la dominación colonial, de la cual no quisimos ser conscientes hasta mediados del Siglo XX. Nunca nos pensamos como dominados, pero el Revisionismo y los ecos de la Revolución Cubana nos demostraron que, dolorosamente, lo éramos.





(1) Ortega y Gasset José, El hombre a la defensiva (1929), http://www.igooh.com/notas/poniendo-el-dedo-en-la-llaga.

(2) Morin Edgar, La unualidad del hombre, Gazeta de Antropología Nº 13, Texto 13-01, http://www.ugr.es/~pwlac/G13_01Edgar_Morin.html, 1997.

(3) Shakespeare William (La Tempestad, acto I, escena 2), citado por Eduardo Urbano en Propuesta para una antropología argentina, C. Berbeglia (coord.), editorial Biblos, Buenos Aires, 1990.



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Civilización o Barbarie


“Pero faltó la grandeza

de tener buena visión

por tapados de visón

y perfumes de París,

quisieron de este país

hacer la pequeña Europa

gaucho, indio y negro a quemarropa

fueron borrados de aquí…”.

(San Jauretche, Los Piojos).



Una cuestión central para analizar la constitución del ser nacional es el hecho de que nuestra Nación se construyó mirando a Europa, y esto la llevó a un destino inefable: la dominación. Sea por voluntad o por instinto, es dominación al fin. Al no verla, no denunciarla, lo más frecuente es que terminemos por legitimarla.


En este sentido, nuestra visión del mundo esta constituida por la de nuestros conquistadores.

Esto no es un hecho azaroso, más bien es el resultado de una imposición ideológica que viene desde los tiempos de la colonia, pero que se cristalizó en la “la zoncera madre” (1) –al decir de Arturo Jauretche en su Manuel de Zonceras Argent—: Civilización y Barbarie. Fue Domingo Faustino Sarmiento, quien esbozó esta idea a modo de pilar en la constitución de la identidad argentina.


Respecto a la zoncera madre, podemos destacar algunas preguntas abiertas que se desprenden de la supuesta “verdad” que hay en ella, con el fin de entenderla e intentar descubrir dónde reside el poder de la cultura.


¿Qué es la cultura en realidad? ¿Qué determina lo que no es Cultura, lo Bárbaro?


Para buscar respuestas, permítasenos emular sólo por unos minutos al periodista Mariano Grondona, -desde los fines prácticos ¡pero nunca ideológicos!-, en búsqueda del origen etimológico de la palabra cultura.


Esta surge del verbo latino colere (del que derivan colonia, colono, colonizar, colonialismo), y tiene su origen en la raíz griega Kol (col-), que significa originariamente podar.


Podemos inferir que nuestros “cultos” pensadores, los que fundaron la nación, siguieron al pie de la letra el mandato de poda. Y no se contentaron sólo con eso, fueron más a fondo: su intención fue “arrancar de raíz” lo malo para plantar lo bueno.


Así lo advirtió Jauretche: “La idea no fue desarrollar América según América, incorporando los elementos de la civilización moderna, enriquecer la cultura propia con el aporte externo asimilado, como quien abona el terreno donde crece el árbol…Se intentó crear Europa en América trasplantando el árbol y destruyendo lo indígena que podía ser obstáculo al mismo para el crecimiento según Europa, y no según América”.


Para el autor esto llevó a que todo lo nuestro preexistente sea concebido como anti-cultural. Lo extranjero, lo otro, sólo por serlo, era civilizado. Lo nuestro, lo autóctono, sólo por serlo, era bárbaro.


El ideólogo de esta dicotomía cargó las tintas en las primeras páginas de su libro Facundo, al desarrollar esta imagen simbólica de relacionar lo nativo con la bárbaro, y lo propio de Europa, con la civilizado.


Esta idea sobrevivió en el tiempo al punto que comenzó a imponerse en nuestro inconsciente colectivo con un determinismo tal que produjo varias creencias vigentes, que se siguen escuchando en varios sectores sociales argentinos, tales como: “Los argentinos descendimos de los barcos, y nada tenemos en común con América latina”.


Aquí se percibe uno de los problemas más importantes de nuestra identidad nacional: la antinomia madre legitimó la desnacionalización de la Argentina. ¿Cómo podemos construir una identidad patriota si creemos que lo propio de nuestra tierra es anticultural?


En este hecho vemos uno de los mayores inconvenientes para desarrollar una identidad auténtica, dado que se negó la posibilidad de construir nuestro país desde nosotros mismos.


Esto posibilitó que la mentalidad colonial se hiciera carne en el lenguaje hegemónico, y que, bajo el paraguas del sentido común, se entendiera que “la cultura” era lo europeo y que el salvajismo era lo propio de nuestra materialidad nacional.


Otra premisa fundacional de otro prócer: “Gobernar es poblar”, de Juan Bautista Alberdi, que tanto – y no casualmente- repite con admiración Mirtha Legrand, también responde a esta concepción histórica.


Para el autor de las “Bases”(2) era necesario fomentar la inmigración europea para desarrollar a la nación Argentina. Nuevamente, lo nacional era sinónimo de barbarie, y lo extranjero de civilización. La cultura en este sentido tenía que ser importada y “comercializada” en barcos desde el Viejo Continente.


Como todo discurso hegemónico, que gana la tutoría de sentido, se disemina con disimulo y naturalidad, y de ahí su efectividad, en todos los órdenes de los social: familia, escuela, Iglesia, medios de comunicación.


Por lo cual, desde allí se entiende cómo las entidades educativas durante años nos inculcaron la idea de que nada oriundo de nuestra tierra era digno de respeto. Los criollos o los gauchos eran reverenciados sólo en el ámbito literario, y muchas veces esos mismos tratamientos literarios le conferían sólo un lugar caricaturesco y burlón. Pero en la realidad material debían ser excluidos. El gaucho era un ser pintoresco por eso su rol histórico fue durante años desestimado.


Analizando esta situación, se nos viene a la mente una idea que plasma Sigmund Freud en su obra “El porvenir de una ilusión"(3). Allí manifiesta que “la cultura es algo impuesto a una mayoría por una minoría que ha sabido apropiarse de las medios de poder y compulsión”.


En este sentido, consideramos que Mitre, Sarmiento, Roca y gran parte de la intelectualidad argentina ganaron la lucha de poder dentro del campo simbólico, y lograron cargar al término cultura con nociones foráneas.


Entendemos, además, que esta lucha simbólica tiene sus raíces en cuestiones materiales, porque la ideología liberal oligárquica creó un país no sólo dependiente culturalmente de Europa, sino también económicamente.


Con todo, las políticas liberales de la generación del ’80 planearon y crearon un país agro exportador que responde a la lógica de la división internacional del trabajo, que conduce a que los países menos desarrollados exporten las materias primas para los países centrales.


No obstante, el revisionismo de la década del treinta nos sacó la careta y comenzó a mostrar que estas ficciones que fundaron la Argentina respondían a intereses económicos. Sin embargo, gran parte del nacionalismo sólo apuntó los cañones hacía afuera, porque creía que las causas de la dependencia argentina eran exclusivamente potestad de enemigos externos, sin asumir culpabilidades propias. Una vez más las aguas se dividían y la llegada de soluciones y caminos complejos parecía imposible en esta lucha entre trincheras antagonistas, pero, que en el fondo, eran complementarias.


Ya entrado el Siglo XX, la victoria de la Revolución Cubana nos demostró que la América irredenta necesitaba liberarse de sus cadenas, dejar de pensarse desde la visión de los conquistadores y comenzar a construirse desde sus raíces latinoamericanas. Esto fue el comienzo de la lucha anticolonial.


Este hecho histórico produjo un clivaje en Latinoamérica. Esta realidad no podía ser ignorada a pesar que algunos sectores insistían en que la revolución socialista cubana era un acontecimiento excepcional en la historia mundial.


El mismo Juan Domingo Perón en la entrevista que brinda en Puerta de Hierro plantea términos más progresistas y habla de la liberación del pueblo a través de la lucha armada.


El discurso revolucionario se extendió por América y los países subdesarrollados del mundo. El llamado Tercer Mundo comenzaba la lucha anticolonialista, los pueblos oprimidos empezaban a ser conscientes de la explotación. Los “bárbaros” continuaban su resistencia.


Esta nueva percepción de la identidad latinoamericana, forjándose desde su misma realidad concreta llegó hasta tener una Teología de la Liberación.


La idea de una escolástica liberadora en América Latina parece un contrasentido, pues la religión católica se planteó como un instrumento de dominación en la conquista española.


Al indio, cuando no alcanzaban los espejos, se le sometía con la cruz y con la espada, quedando siempre bajo el mando de un amo y del sacerdote.


Pero una vez que la conquista se consumó, en el siglo XX surge una nueva alternativa que abandona la tarea colonizadora y se propone como reflexión a partir de la situación general de América Latina.


Los sacadotes del tercer mundo emprendieron la lectura de la Biblia desde los ojos de los sometidos de América. Estos clérigos concibieron que la pobreza de América no era producto de la casualidad ni de la voluntad divina, sino más bien una consecuencia de la configuración social.


En el resto del mundo, los países subdesarrollados también emprendieron la búsqueda de la liberación. Franz Fanon en “Los condenados de la tierra"(4) plantea que los países del Tercer Mundo deben dejar de imitar a Europa y orientar sus fuerzas a la resolución de sus problemas.


De esta forma tanto África como América Latina buscaron desarrollar un pensamiento nuevo. “Decidamos no imitar a Europa y orientemos nuestros músculos y nuestros cerebros en una dirección nueva. Tratemos de inventar al hombre total que Europa ha sido incapaz de hacer triunfar”, advierte Fanon.


El autor argelino señala que los países subdesarrollados ya no le tienen miedo a Europa y deben aventurarse a descubrir sus propios horizontes, en lugar de seguir mirando al otro continente. Desde este lado del océano el “Che” Guevara apunta sus palabras en la misma dirección.


Pero este intento, como suele pasarle a la izquierda argentina, se queda a medio camino. La construcción de la realidad es también simbólica. En este sentido, gran parte de la intelectualidad del tercer mundo se debe su autocrítica.


Ernesto “Che” Guevara nos plantea que muchos intelectuales latinoamericanos no fueron auténticamente revolucionarios y no permitieron desarrollar los logros de la victoria del ’59.


Las buenas intenciones y las sólidas teorías y discursos sostenidos por las mentes lúcidas de la liberación se quedaron en lo semiótico y se olvidaron de la praxis social.


Los espejos de la cultura todavía encandilaban.




(1) Jauretche Arturo, Manuel de Zonceras Argentinas, Editorial El Corregidor, Buenos Aires, 2008.
(2) Alberdi Juan Bautista, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Editorial Estrada, Buenos Aires, 1952.
(3) Freud Sigmund, El Porvenir de una Ilusión, Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 1986.
(4) Fanon Franz, Les damnés de la terre, François Maspero, París, 1961.


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Imito luego existo


Esta pobre América que tenía su cultura y que estaba realizando, tal vez en dorado fracaso, su propia historia y a la que, de pronto, iluminados almirantes, reyes ecuménicos, sabios cardenales, duros guerreros y empecinados catequistas ordenaron: ¡Cambia tu piel! ¡Viste tu ropa! ¡Ama a este Dios! ¡Danza esta música! ¡Vive esta historia!

(Homero Manzi)(1)


Lo que somos, por más que intentemos ocultarlo, siempre emerge y se hace visible en cada expresión y espacio social. Y la literatura, lejos de ser un campo impermeable e inmune, está atravesada por líneas históricas, políticas y culturales que la determinan.


Aunque opuestos en su concepción sobre el ser nacional, Homero Manzi y Jorge Luis Borges coincidieron en advertir que una de nuestras actitudes, como vimos fundacionales y más recurrente hasta el día de hoy, es nuestra facultad imitativa, que también se filtra en los registros literarios. Ambas posturas van a depender de la calle donde uno se tome el colectivo –Florida o Boedo-. Aunque el recorrido termine siempre en el mismo lugar.


El antagonismo propio del argentino también se trasladó al plano de las letras a partir de 1920.


Por un lado, estaba "Florida", espacio que agrupaba a plumas de la talla de Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, entre otros.


Ellos, al igual que la calle que les daba nombre, eran caracterizados por su elegancia literaria y el refinamiento aristocrático.


En la otra vereda, Boedo incluía a autores como Elías Castelnuovo, Álvaro Yunque o Leonidas Barletta, quienes forjaban una literatura consecuente con la defensa de los sectores proletarios.


Boedo quería ser el “espejo” de la realidad de una clase social, mientras que Florida era “el prisma”.


Esta oposición llegó incluso a plasmarse en un manifiesto ultraísta que reconocía estas dos formas de concebir la literatura: “En el arte de los prismas y el de los espejos, el primero le devuelve la vida, el segundo la interpreta y la vive”.


Al fin y al cabo, nuestra identidad siempre se ve atrapada en este juego de espejos y reflejos. Pero ¿dónde reside nuestra capacidad imitativa? ¿Es, a caso, sólo un acto de defensa inconsciente? Nada de eso. El espejo no crea una imagen de los que somos sino un imaginario de lo “debemos” o lo que “creemos ser”. Crea la ficción en la que quedamos encerrados, y es allí por donde pasa nuestra vida.


Nuestra tendencia a la imitación se trata de nuestra forma de vida, producto de lo que podríamos llamar vivir en el espejo.


Vivir en el espejo sería estar prisionero de la imagen. Impedido de acción. Es caer en la trampa narcisista. Aquella en la cual tropezamos cuando nos negamos a ser reflejados por nuestra propia imagen, y somos seducidos por la imagen especular, la que nos muestra nuestro ideal. Esto paraliza el accionar del sujeto. No le permite escribir su propia historia.


Esta encrucijada que nos divide, nos detiene, que nos imposibilita vernos completos, complejos, da lugar a las típicas actitudes que encierra “la viveza criolla” y el”medio pelo argentino”. Así las describe Julio Mafud en “Psicología de la viveza criolla"(2).


“El vivo es siempre un vertebrado que escamoteará su ser natural para existir con su ser ficticio. Tales reacciones son un desquite ilusorio de su situación real e inamovible. Cuando su incapacidad real es tirabuzoneada hacia la superficie por la conciencia, se lo impide una fuerza que está contrabandeada en la inconciencia. Esta fuerza es un tabú de ser descubierto a que los lleven a espejearse consigo mismo”.


Además, Jauretche caracteriza de “medio pelo” a la burguesía incipiente que rehúye de su status adecuado entrando en la simulación de otro que no le pertenece. “No es ni fu ni fa, ni chicha ni limonada”.


Vivo por defecto y medio pelo por incompleto, si la ficción le gana a la vida misma podríamos decir que el argentino se posiciona en un lugar irreal ante la vida. En un lugar donde sólo ve pasar la vida que no vive. Un lugar que le impide vivir. Y le impide ser.


Durante la crisis del 2001, siguió imperando esta pretensión, tan de clase media, de seguir simulando “pour le galery”. Un ejemplo de esto fue evidenciado por la aguda analista de los sentimientos colectivos, la psicoanalista Silvia Bleichmar, quien nos dejo como legado su memorable texto "Dolor País"(3), antes de partir.


En esta crónica aguda sobre los vacíos pos-crisis, Bleichmar cuenta una anécdota que define al argentino medio de pies a cabeza: su vecina, una señora a quien define como "sobria y educada", tiene que armar cada día una historia distinta para pedir limosna de forma "elegante" y así esconder su realidad cotidiana de soledad y miseria. Ella, una mujer de clase media venida a menos, con lo poco que logra juntar se compra medialunas o masas finas en lugar de pan para comer, ya que prefiere armarse su ficción y negar su realidad.


"El gesto que algunos califican de soberbio de mi vecina, que se niega a comprar pan y sigue comprando medialunas de manteca, es, por otra parte, una afirmación de su voluntad de rehusarse a una desidentificación de sí misma. Si ella cede, si acepta que con lo que obtiene de su trabajo de representación sólo puede sobrevivir, la vida pierde todo sentido porque ha dejado de ser, definitivamente, quien era."


De estas imágenes se desprende otra realidad brutal: es más cómodo vivir en la ficción. No obstante, es necesario comenzar a chocarse con la realidad para construir una patria que incluya a todos. La ficción no nos permite actuar, la realidad sí. El argentino para despertar de esta ficción debe asumir su verdadera imagen.


Hay que dejar de mirar esos espejos que nos mienten, que nos deforman, que manipulan. Hay que empezar a mirar y sentir al de al lado, que siempre será el más fiel reflejo de uno.


El Bicentenario debe ser una oportunidad para volvernos a mirar al espejo y construir la historia desde nuestra realidad, no desde la imitación .


Es necesario un nuevo paradigma, que integre y religue las antinomias para dejar de lado los simplismos y pensarnos de ahora en más desde la complejidad.





(1) Manzi Homero, en Prólogo de Por las calles de Buenos Aires de Héctor Gagliardi, Editorial Plus Ultra, España, 1981.

(2) Mafud Julio; Psicología de la viveza criolla, Editorial Americalee, Buenos Aires, 1965.

(3) Bleichmar Silvia, Dolor País, Libros del zorzal, Buenos Aires, 2002.

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En busca de un nuevo paradigma que religue la identidad nacional.



“Viendo en Amsterdam la inclinación de los edificios motivada por la blandura del suelo insular en que se asientan, tuve la impresión de una ciudad borracha, pues las casas se sostienen apoyándose recíprocamente. Imaginé la catástrofe que signianual de Zonceras (197ficaría extraer una de cada conjunto. Esto le ocurrirá a usted a medida que vaya sacando zonceras, porque éstas se apoyan y se complementan unas con otras, pues la pedagogía colonialista no es otra cosa que un "puzzle" de zonceras…”.(Arturo Jauretche en Manuel de Zonceras Argentinas(1)).


Pareciera que nacimos partidos por un rayo. Algunos consideran que ya desde la entrañas de nuestra patria se marcó a fuego en el ADN nacional una identidad divisoria y combativa que se filtra naturalmente cada vez que dos argentinos se encuentran. En las acaloradas y ensordecedoras discusiones de café, en los diálogos de sordos entre dirigentes políticos, y fundamentalmente, en los momentos de grandes crisis institucionales, en los que hay que volver a “hacer” la patria, el argentino se muestra, al decir de Arturo Jauretche, “vivo de ojo y zonzo de temperamento”: sus problemas personales, los resuelve con la viveza y astucia que lo caracteriza, pero las adversidades colectivas lo lleva a ponerse en un bando y ser co-autor de una sociedad de opositores. Y sin saberlo, también de una sociedad colonial.


En esos momentos el pasado parece volverse presente, empujado por próceres “intocables” que siguen teniendo una vigencia asombrosa y que nos hacen portavoces de soluciones que, en muchos casos, dividen y simplifican, en vez de religar y complejizar. Son las mismas soluciones pensadas desde 1810.


En tal sentido, el historiador estadounidense Nicolás Shumway(2) sostiene una tesis muy interesante en su libro La invención de la Argentina. Considera que nuestro país se erigió desde una mentalidad divisoria, una mitología de la exclusión, creada por intelectuales locales en el siglo XIX, que encarnizaron sus proyectos y su idea de nación a través de ficciones orientadores, es decir, construcciones de sentido “tan artificiales como ficciones literarias”, que sirven para dar un sentido de pertenencia y de destino común.


Y lo ejemplifica con una metáfora elocuente: La Argentina es una casa dividida contra sí misma, y lo ha sido desde que Moreno se enfrentó a Saavedra. Sarmiento codificó la división en sus inflexibles polaridades de Civilización y Barbarie, y en nuestro siglo liberales y nacionalistas, elitistas y populistas (aunque con muchos matices nuevos) continúan el debate, a menudo usando argumentos e imágenes heredadas”.


Consideramos que lo que expone Shumway tiene tal veracidad que en cualquier intento de abordar la identidad nacional se sigue cayendo en la misma trampa reductora, a pesar de ser concientes de sus limitaciones y dogmatismos. Y ese tropezón con la misma piedra se reproduce por la fuerza de esa visión unitaria que nos interpela y nos constituye como argentinos.


De hecho, este análisis puede caer, contra su voluntad, en abordajes mutilantes. Luchar, por ejemplo, para dar cuenta de la diversidad local y no caer en tipificaciones y conclusiones capitalinas -y peor- porteñas, es un reto que pone a prueba nuestra propia subjetividad. Y el mejor aliado que encontramos para enfrentarlo es el pensamiento complejo desarrollado por Edgar Morin(3).


Éste prestigioso sociólogo y filósofo francés cuenta con una prolífica obra y una obsesión llevada a método: el abordaje articulatorio, transdisciplinario e inclusivo de los fenómenos sociales para dar cuenta de su entramado complejo.


Probablemente el aporte más valioso de este paradigma sea la inclusión y validación en la ciencia de los sujetos y su mirada particular. Y su originalidad teórica, la propuesta y consideración de tres constituyentes que podemos encontrar siempre que analizamos a fondo cualquier hecho social: el principio dialógico, el recursivo y el hologramático.


Brevemente, podemos apuntar que con el principio dialógico, Morin refiere a la unión de dos nociones que, aunque aparentemente se presentan como antagonistas, son en realidad complementarias e indisolubles.


En tanto, con el principio de recursión señala que los productos y los efectos son al mismo tiempo productores y causadores de lo mismo que producen, en una relación cíclica e interdependiente.


Y el principio hologramático pone en evidencia como en ciertos sistemas no solamente la parte está en el todo, sino que en cada parte, en cada holograma, está contenido el todo.


En medio de tantos festejos por el Bicentenario que, en muchos casos, esquematizan lo argentino a través de una serie de ideas generalizadas que nos pintan como primordialmente pasionales y viscerales, y nos tipifican con algunos productos o invenciones de industria local, y siempre capitalinas, es necesario empezar a derribar edificios y construir una visión de nuestra identidad nacional relacional e inclusiva. Y repetimos: especialmente inclusiva. Porque el 25 de Mayo será para muchos de nosotros simplemente un feriado, para varios una fecha patriótica, pero para tantos otros nobles hombres, miembros de los pueblos originarios- ¡y no indios!- es recordatorio de su derrota y su absoluta negación en la argentinidad oficial.


Es hora de un nuevo paradigma para entender lo argentino. Hay que religar y reconciliar todo lo que conformó el “nosotros” con, repetimos, la inserción y valoración de las culturas preexistentes, y concebir la identidad nacional como una unidad hipercompleja que contiene elementos dialógicos, recursivos y hologramáticos.


¡Y cuánto sabremos de esto los argentinos! Las polaridades sociales, ideológicas y hasta geográficas nos atraviesan, y sin embargo, seguimos siendo nación, porque hay un “espíritu de la tierra”, al decir de Raúl Scalabrini Ortiz(4), imperceptible ya, que nos sigue aunando pero con exclusiones inaceptables.


Ya lo dijo Jauretche en “Política Nacional y Revisionismo Histórico”(5): "El hecho cotidiano es un complejo amasado con el barro de lo que fue y el fluido de lo que será, que no por difuso es inaccesible e inaprensible”. Y habrá que empezar a asumirlo de una vez por todas…





(1) Jauretche Arturo, Manual de Zonceras Argentinas, Editorial Corregidor, Buenos Aires, 2008.

(2) Shumway Nicolás, La invención de la Argentina, Editorial Emecé, Buenos Aires, 1993.

(3) Morin Edgar, Introducción al pensamiento complejo, Editorial Gedisa, España, 1995.

(4) Scalabrini Ortiz Raúl, El hombre que está solo y espera (16º edición), Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1951.

(5) Jauretche Arturo, Política Nacional y Revisionismo Histórico, Peña Lilio Editor, Buenos Aires, 1959.


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