jueves, 20 de mayo de 2010

El estadío del espejo


"Buenos Aires no existe. No es más que una gran población provinciana con gente muy rica sin pizca de gusto, que todo lo compra en Europa, hasta las piedras de sus casas. No hay nada hecho aquí."

(Carta de Marcel Duchamp a Ettie Sttettheimar, 1918).






Duro, pero real: Argentina siempre quiso imitar a Europa. Ya era evidente para un extranjero que visitaba nuestro país a comienzos del Siglo XX que la rica cultura originaria era negada en el intento de copiar al Viejo Continente, a pesar de las diferencias históricas y la imposibilidad – ¡gracias a Dios!- de ese experimento.


Esto hace que la Argentina sea un caso paradigmático, dado que no fue erigida desde su imagen-reflejo, la realidad Latinoamericana, sino que se construyó desde su imagen-distorsión, Europa. Este proceso imitativo fue determinante en la construcción de nuestra identidad nacional.



Si bien todas las identidades surgen de una relación de oposición: un “yo” o un “nosotros” que nos diferencia y separa de un “él” o un “ellos”, consideramos que en el caso argentino la excesiva y dependiente mirada a esa alteridad lo convierte en un proceso casi patológico.


En la conformación del ser nacional existió un estadío del espejo, si se nos permite utilizar el concepto instituido por el psicoanalista Jacques Lacan para estudiar la constitución de la identidad propia. Lacan sostiene que tal concepto da lugar a “Lo imaginario”, para referirse al registro en el que tiene lugar la identificación, y señala que la conformación de la persona va a construirse a partir de una imagen externa. Esto implica que la identidad “nos es dada” desde afuera, por “otro”.


La relación con esa alteridad siempre fui problemática para “nosotros” y los caminos buscados para resolverla condujeron básicamente a dos mecanismos: la idealización o la negación.


Ya lo dijimos, Europa fue para la Argentina su faro, pero aún hoy la idealización de lo europeo es tal que se cuela en nuestras valoraciones y juicios. Festejamos exageradamente cuando un argentino triunfa en el exterior y seguimos admirando las “pruebas” de civilidad y superioridad cultural que ellos poseen en desmedro de nuestra mentada visceralidad.


De hecho, el filósofo español José Ortega y Gasset en su agudo ensayo El hombre a la defensiva(1) que le valió censuras y reprobaciones de quienes prefieren hacer oídos sordos y seguir como si, señaló que el argentino está a la defensiva, porque vive preocupado sólo "en impedirse a sí mismo vivir con autenticidad". Obsesionado por fabricar modelos que poco tienen que ver con él y su circunstancia, incómodo y con un complejo de inferioridad por la incompatibilidad entre su realidad y su ideal, “el argentino no se instala en sí mismo sino que vive en perpetua deserción de sí. Se traslada a vivir al personaje que imagina ser…”.


Esta señal de alarma se transforma en llamado a la acción en 1937, cuando Ortega y Gasset presenta en la Argentina "Meditación del pueblo joven", y nos invoca:


"Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal".


Pero lo que sí sabe hacer el argentino es elegir a su “otro” indeseable. El lugar de la desacreditación, la humillación, y finalmente, la marginación, fueron aplicadas a aquel otro, que es parte del nosotros, pero que se prefirió negarlo, porque nada tenía que ver con el supuesto buen gusto y la cultura elevada europea.


Negros, zambos, aborígenes, pobres, cabecitas negras, bolitas. Da lo mismo. Fueron todos, parafraseando a Edgar Morin, víctimas de aquella segunda conciencia que hace que separemos a los “verdaderos hombres” (nosotros) de los otros (ellos), los no hombres.


Al respecto, en La Unidualidad del hombre(2), Morin señala: “En las sociedades históricas, los pueblos extranjeros fueron considerados, no como enteramente humanos, sino como humanos inacabados, insuficientes, bárbaros... Los conflictos entre naciones, grupos, individuos nos muestran que muy rápidamente el otro, el enemigo, se convierte en un «perro». Los epítetos de «rata», «víbora», «cochinilla», «bestia inmunda», las reducciones despreciativas e insultantes que identifican al otro con el animal e incluso con la materia excrementicia nos revelan que la expulsión del hombre fuera de la humanidad está estrechamente ligada a todo fenómeno de enemistad, de conflicto, de desprecio”.


Siguiendo la analogía espectral, creemos que en el caso latinoamericano nuestra relación con los espejos viene desde muy lejos. En un principio los “espejitos” eran de “colores”, y luego nos fueron "encandilando" de tal forma que creamos un "espectro" sobre nuestra propia historia que llegó a ser naturalizada.


Una de las formas de cristalizar estos imaginarios fue a través del lenguaje. Este hecho ya fue advertido por el mismo Lacan, quien estableció que el sujeto aprende quién es (o el sujeto es) a partir de lo que otros dicen.


Al respecto, el antropólogo Eduardo Urbano se refiere a un fragmento de la obra La Tempestad(3), de William Shakespeare, en el cual el esclavo Calibán maldice a su dominador, Próspero, por haberle enseñado su lengua y con ella, haber dictado su sentencia de muerte:


“Me enseñaste el lenguaje, y de ello obtengo el saber maldecir. ¡La Roja plaga caiga en ti, por habérmelo enseñado!”.


Nuestros conquistadores nos dieron un lenguaje y una forma de pensarnos: esta determinación simbólica enraizó la dominación colonial, de la cual no quisimos ser conscientes hasta mediados del Siglo XX. Nunca nos pensamos como dominados, pero el Revisionismo y los ecos de la Revolución Cubana nos demostraron que, dolorosamente, lo éramos.





(1) Ortega y Gasset José, El hombre a la defensiva (1929), http://www.igooh.com/notas/poniendo-el-dedo-en-la-llaga.

(2) Morin Edgar, La unualidad del hombre, Gazeta de Antropología Nº 13, Texto 13-01, http://www.ugr.es/~pwlac/G13_01Edgar_Morin.html, 1997.

(3) Shakespeare William (La Tempestad, acto I, escena 2), citado por Eduardo Urbano en Propuesta para una antropología argentina, C. Berbeglia (coord.), editorial Biblos, Buenos Aires, 1990.



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