jueves, 20 de mayo de 2010

La historia la ganan los que la escriben


“¡Cuantos sufrimientos y desorientaciones se han causado por los errores y las ilusiones a lo largo de la historia humana y de manera aterradora en el siglo XX! Igualmente, el problema cognitivo tiene importancia antropológica, política, social e histórica. Si pudiera haber un progreso básico en el siglo XXI sería que ni los hombres ni las mujeres siguieran siendo juguetes inconscientes de sus ideas y de sus propias mentiras…”. (Edgar Morin, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro)(1).

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En el plano nacional durante mucho tiempo primó el "paradigma disyuntor” en la construcción del imaginario colectivo, sostenido tanto por liberales como por nacionalistas.


Este modelo teórico en su afán de tener cierta “coherencia” y cientificidad optó por respuestas simplistas que nunca pudieron conciliar lo unitario y lo múltiple presente en cada fenómeno, y en consecuencia, sólo pudieron brindar soluciones que privilegian lo uno, y recorten lo otro.


Nuestro pasado está plagado de muestras de ello. Por ejemplo, la historia mitrista impuso una visión unitaria y liberal de la nación, condenando al federalismo a estar subordinado al poder de la oligarquía porteña. Con ello, construyó el mito de la argentina naturalmente poderosa y forjó una uniformidad en el relato histórico que enarboló una visión monolítica del ser nacional.


Con la llegada del revisionismo histórico a partir de 1930 estas torres de cristal empezaron a derrumbarse, pero no por ello complejizarse en profundidad.


También el nacionalismo, en su afán de compensar los años de ventaja que la historia de bronce le llevaba, cayó muchas veces en soluciones cegadoras. La idea de la “gran patria”, que proclamaban con ahínco y que alcanzaríamos forjar se limitaba, en algunos casos, a echar culpas a causas y enemigos externos y a desarrollar teorías conspirativas, que si bien algunas ciertas, seguían en el mismo camino disyuntor. Ahora las soluciones y los enemigos eran otros, pero aún no se lograban un enfoque dialógico y transcultural. Un enfoque, que al decir de Marcel Mauss, recomponga el todo.


Frente a este escenario, el desarrollo de un método complejo se nos presenta como la mejor herramienta teórica para entrecruzar los relatos e imaginarios que fueron sostenidos y encasillados desde dos perspectivas en apariencias antagonistas e inconexas, pero que su influencia y su legado ideológico están imbricados como hebras en la subjetividad colectiva.


En palabras de Morin: “El pensamiento de la complejidad no es en ningún caso un pensamiento que rechace la certeza en beneficio de la incertidumbre, que rechace la separación en beneficio de la inseparabilidad, que rechace la lógica para autorizar todas las trasgresiones. El procedimiento consiste, por el contrario, en una ida y vuelta incesante entre certezas e incertidumbres, entre lo elemental y lo global, entre lo separable y lo inseparable... Hay que articular los principios de orden y de desorden, de separación y de unión, de autonomía y de dependencia, que son, al mismo tiempo, complementarios, competidores y antagonistas en el seno del universo…”.


La identidad nacional es una construcción social compleja. Cristaliza autenticidades y falsificaciones, prejuicios e idealizaciones, ilusiones y errores, recuerdos y olvidos. Y en este proceso lo imaginario suele disfrazarse de realidad y tener un poder arrasador.


Por eso, Susana Rotkeren su gran libro “Cautivas. Olvidos y memorias en la Argentina”(2), advierte que el modo de representar la realidad suele pesar mucho más que la realidad misma. Y el mismo Morin resalta que “las creencias y las ideas no sólo son productos de la mente, también son seres mentales que tienen vida y poder…ellas pueden poseernos”.


Pero todas aquellas representaciones por más auténticas o forzadas que sean constituyen nuestra identidad y nos constituyen. Excluir y darle la potestad de verdad a alguna en desmedro de otra, es hacer un diagnóstico equivocado, y una vez más, simplista.


Por lo cual, consideramos que la mejor manera de entender nuestra identidad es concibiendo su conformación en tanto “tejido” constituido por “elementos heterogéneos e inseparablemente asociados”.Y sigue Morin:


“La complejidad es, efectivamente, el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo fenoménico. Así es que la complejidad se presenta con los rasgos inquietantes de lo enredado, de lo inextrincable, del desorden, la ambigüedad, la incertidumbre... De allí la necesidad, para el conocimiento, de poner orden en los fenómenos rechazando el desorden, de descartar lo incierto, es decir, de seleccionar los elementos de orden y de certidumbre, de quitar ambigüedad, clarificar, distinguir, jerarquizar... Pero tales operaciones, necesarias para la inteligibilidad, corren el riesgo de producir ceguera si eliminan los otros caracteres de lo complejo; y, efectivamente, como ya lo he indicado, nos han vuelto ciegos”.


El sujeto argentino, como ya hemos visto, presenta estos rasgos contradictorios y complementarios. Y es en su individualidad, que es siempre social, un holograma de este todo complejo. Y nuestra sociedad tiene una pluriculturalidad desbordante, que se inicia mucho más atrás de que la Argentina institucionalice con tinta su historia.


De allí que la identidad colectiva sea un proceso recursivo, motorizado y resignificado en forma constante en las intervenciones siempre novedosas de los sujetos en lo social. Muchas de ellas temidas por los guardianes del status quo y de los valores impolutos nacionales, que las ven como amenazas desintegradoras, y no como constituyentes que siguen problematizado y llenando de sentido nuestra argentinidad.


A pesar de que a los pueblos originarios se los marginó, y se los abstrajo de manera que se borrase su rica cultura y las huellas identitarias profundas para que parezcan piezas ancestrales ya inútiles, siguen marchando. A pesar de los llamados al miedo y la cíclicamente repetida “La Argentina va a desaparecer” cada vez que las convulsiones y cambios sociales afloran, lo indeductible en la unidad nacional permanecerá.

Y todo, porque la identidad es una unidad compleja.


Tal como se refiere Morin, “en el corazón mismo de nuestra cultura y de nuestro pensamiento, falta un paradigma que asocie lo uno y lo diverso en una concepción de la unitas multiplex”.


La identidad entendida como una unitas multiplex debiera permitirnos comprender la unidad de lo diverso y lo múltiple de lo uno. Y el argentino es él mismo un sujeto singular y múltiple, por más que reconozca con orgullo ciertas descendencias europeas, y niega con cierto complejo de inferioridad su pasado aborigen.


Nuestra identidad es hipercompleja, pero para conocerla hay que aceptar que es inabarcable, porque siempre algo permanece pero siempre algo muta en ella. Y para acercarse a ese complejo de complejidades, basta con explorar su mejor muestra: un argentino.


Misma recomendación que nos daba Raúl Scalabrini Ortiz en su maravilloso libro El Hombre que está solo y espera(3). Ese hombre gigante, del que somos hologramas minúsculos está presente en nosotros, quiérase o no.


“Es un arquetipo enorme que se nutrió y creció con el aporte inmigratorio, devorando y asimilando millones de españoles, de italianos, de ingleses, de franceses, sin dejar de ser nunca idéntico a sí mismo, así como usted no cambia por mucho que ingiera trozos de cerdo, costillas de ternura o pechugas de pollo. Ese hombre gigante sabe dónde va y qué quiere. El destino se empequeñece ante su grandeza. Ninguno de nosotros lo sabemos, aunque formamos parte de él. Somos células infinitamente pequeñas de su cuerpo, del riñón, del estómago, del cerebro, todas indispensables. Solamente la muchedumbre innúmera se le parece un poco. Cada vez más, cuanto más son…”.



(1) Morin Edgar, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, Editorial Paidós Studio, Barcelona, 2001.
(2) Rotker, Susana, Cautivas. Olvidos y memorias en la Argentina, Editorial Ariel, Buenos Aires, 1999.
(3) Scalabrini Ortiz Raúl, El hombre que está solo y espera (16º edición), Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1951.

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